Fui
de aquellos niños que empezaron a dar patadas a un balón agarrado a Naranjito;
de aquellos que en las fiestas del colegio cuando todavía se hablaba de 2º de
preescolar y la pelota era más grande que nosotros, me vistieron de la Unión
Deportiva Salamanca con el pantalón negro por encima del chándal por si me
caía; fui de aquellos niños de los que en su colegio no tenían equipo de fútbol
grande y sólo podían jugar al fútbol-sala, de aquellos que intentaban hablar de
la Unión en los recreos y nunca encontraban con quién, de aquellos que
crecieron sumidos en el fenómeno Butragueño; y que sumaron a Maradona, como
pilares del futbolista que como niños, la actualidad televisiva de mediados de
los ochenta hizo que quisieran parecerse.
Quizá fue por eso, por los espacios pequeños obligados del “futbito” y los modelos futbolísticos de la época, en los que lo sutil predominaba sobre la fuerza; por lo que desde entonces admiré siempre más la propuesta del envío raso que del largo y bombeado; entendí la “pared” como la forma más pulcra de desbordar al contrario y elevé el recorte en el arte del regate, por encima del desborde al sprint en los vértices del área. Integrando para siempre en mi interior, que en la definición, en los uno contra a uno frente al arquero, era la belleza del “pase” a la red ante su media salida, preciso y elegante, el que me llenaba y no tanto así el disparo con potencia... y que al final (como le escuché a Navalón años después) del embroque se sale andando, acompañando el remate del lance; el balón; con una media mirada...
Por eso y desde esa grada que tanto echo de menos hoy, en el estadio Helmántico, fue ese corte de jugador de “entre-líneas” los que más me llegaron; jugadores combinativos, frágiles en ocasiones, pero elegantes, con pies que empleaban una escuadra y un cartabón en sus decisiones...
Y así, como no podría haber sido de otra manera, de crío yo también deseé acercarme a aquello con mi humilde juego.
Avanzaron los años ochenta, y mis ansias por querer jugar en un equipo se colmaron en el colegio, donde alcancé mi principio y mi final como futbolista; futbolista de fútbol-sala, no había otra cosa; corría 1985 y aún recuerdo cuando Simón nos repartió aquellas camisetas rojas usadas por varias generaciones del colegio una tarde tras las clases; el día que en los soportales del Maestro Ávila nos dividieron en alevín “A” y alevín “B”, para mi desconsuelo. "Así podrás jugar más" -me dijo mi padre-.
Paseé mis pobres hechuras como atleta por muchos patios de la capital salmantina, con la ilusión del que en cada metro de cemento, imaginaba correr por aquel tapete verde que antaño cubría el firme del Helmántico... hasta jugué en el pabellón de la Alamedilla y aquello me pareció poco más que Wembley, el de ahora no, el legendario, el de toda la vida.
Pero desgraciadamente, fui de aquellos niños con ansias de balón que manejaban la teoría con cierta facilidad pero su cuerpo no era capaz de llevarla a la práctica.
Para esta última, para ese arte del dominio del juego y la pelota sólo me servían las noches y sus sueños; porque ya acostado, sobre la almohada de mi casa de Salamanca, incluso antes de saberme dormido; como por arte de magia, el mismo balón que botaba siempre largo en el ajado cemento del colegio y siempre encontraba una pierna rival para oponerse al pase deseado; dormido rodaba fácil y botaba siempre como había imaginado un segundo antes de recibirlo, y los disparos eran precisos, y los pases medidos, nunca, nunca fallaba.
Aún así, a veces, en ocasiones, pocas, o al menos una sola vez en la vida, algo de eso soñado sí sucede; y uno lo guarda en ese trocito de la memoria de lo que sí pasó; y en ocasiones, cuando algo pulsa ese botón que refresca las imágenes y las envuelve en color de nuevo, se eriza la piel de los recuerdos:
Se consumían los últimos días del invierno de una de aquellas temporadas de Alevín, y tocaba visitar al Salesianos “B”, “debutar” en aquel añejo patio que vio formarse a tantas generaciones de grandes jugadores unionistas.
-Caído a banda derecha, cuando la primera parte tocaba a su fin, un balón rechazado me alcanza; un solo defensa ante mi, adelanto el balón, conduzco, recorto hacia la derecha y ¡sí!, sólo el portero delante...-
Entonces, bien fuera por mi poca fuerza al golpear la pelota, bien por aquellos posos de jugadores sutiles y de espacio corto que admiré y que finalizaban apuntando, bien influenciado por del que no hacía mucho tiempo fue considerado delicado gol por excelencia, aquel del “Buitre” en San Paolo, o por qué no decirlo, por esa pulsión o automatismo del que no le da tiempo a pensar y simplemente lo hace.
-...ante su salida, golpeé sutil a su derecha; superándolo, y poste, y gol, todo lento, todo despacio; lo sé porque no perdí de vista aquel balón que entraba y que no entraba mientras me iba alejando, en esa celebración que empezaba pero no empezaba, con mi índice en alto...-
Celebración a la que casi 30 años después me llevó el visualizar esta maravillosa imagen del irrepetible Gombau a un gol de Maxi en el añorado Calvario, que sirvió para pulsar ese botón de la memoria que refresca las imágenes del que os hablaba, y que me transporta cada vez que la miro a la misma pose, a las mismas miradas a un balón sutil que aquella mañana en el cemento de Salesianos; donde por primera y última vez en mi vida hice con un balón en los pies, lo que tantas veces sólo había soñado.
Quizá fue por eso, por los espacios pequeños obligados del “futbito” y los modelos futbolísticos de la época, en los que lo sutil predominaba sobre la fuerza; por lo que desde entonces admiré siempre más la propuesta del envío raso que del largo y bombeado; entendí la “pared” como la forma más pulcra de desbordar al contrario y elevé el recorte en el arte del regate, por encima del desborde al sprint en los vértices del área. Integrando para siempre en mi interior, que en la definición, en los uno contra a uno frente al arquero, era la belleza del “pase” a la red ante su media salida, preciso y elegante, el que me llenaba y no tanto así el disparo con potencia... y que al final (como le escuché a Navalón años después) del embroque se sale andando, acompañando el remate del lance; el balón; con una media mirada...
Por eso y desde esa grada que tanto echo de menos hoy, en el estadio Helmántico, fue ese corte de jugador de “entre-líneas” los que más me llegaron; jugadores combinativos, frágiles en ocasiones, pero elegantes, con pies que empleaban una escuadra y un cartabón en sus decisiones...
Y así, como no podría haber sido de otra manera, de crío yo también deseé acercarme a aquello con mi humilde juego.
Avanzaron los años ochenta, y mis ansias por querer jugar en un equipo se colmaron en el colegio, donde alcancé mi principio y mi final como futbolista; futbolista de fútbol-sala, no había otra cosa; corría 1985 y aún recuerdo cuando Simón nos repartió aquellas camisetas rojas usadas por varias generaciones del colegio una tarde tras las clases; el día que en los soportales del Maestro Ávila nos dividieron en alevín “A” y alevín “B”, para mi desconsuelo. "Así podrás jugar más" -me dijo mi padre-.
Paseé mis pobres hechuras como atleta por muchos patios de la capital salmantina, con la ilusión del que en cada metro de cemento, imaginaba correr por aquel tapete verde que antaño cubría el firme del Helmántico... hasta jugué en el pabellón de la Alamedilla y aquello me pareció poco más que Wembley, el de ahora no, el legendario, el de toda la vida.
Pero desgraciadamente, fui de aquellos niños con ansias de balón que manejaban la teoría con cierta facilidad pero su cuerpo no era capaz de llevarla a la práctica.
Para esta última, para ese arte del dominio del juego y la pelota sólo me servían las noches y sus sueños; porque ya acostado, sobre la almohada de mi casa de Salamanca, incluso antes de saberme dormido; como por arte de magia, el mismo balón que botaba siempre largo en el ajado cemento del colegio y siempre encontraba una pierna rival para oponerse al pase deseado; dormido rodaba fácil y botaba siempre como había imaginado un segundo antes de recibirlo, y los disparos eran precisos, y los pases medidos, nunca, nunca fallaba.
Aún así, a veces, en ocasiones, pocas, o al menos una sola vez en la vida, algo de eso soñado sí sucede; y uno lo guarda en ese trocito de la memoria de lo que sí pasó; y en ocasiones, cuando algo pulsa ese botón que refresca las imágenes y las envuelve en color de nuevo, se eriza la piel de los recuerdos:
Se consumían los últimos días del invierno de una de aquellas temporadas de Alevín, y tocaba visitar al Salesianos “B”, “debutar” en aquel añejo patio que vio formarse a tantas generaciones de grandes jugadores unionistas.
-Caído a banda derecha, cuando la primera parte tocaba a su fin, un balón rechazado me alcanza; un solo defensa ante mi, adelanto el balón, conduzco, recorto hacia la derecha y ¡sí!, sólo el portero delante...-
Entonces, bien fuera por mi poca fuerza al golpear la pelota, bien por aquellos posos de jugadores sutiles y de espacio corto que admiré y que finalizaban apuntando, bien influenciado por del que no hacía mucho tiempo fue considerado delicado gol por excelencia, aquel del “Buitre” en San Paolo, o por qué no decirlo, por esa pulsión o automatismo del que no le da tiempo a pensar y simplemente lo hace.
-...ante su salida, golpeé sutil a su derecha; superándolo, y poste, y gol, todo lento, todo despacio; lo sé porque no perdí de vista aquel balón que entraba y que no entraba mientras me iba alejando, en esa celebración que empezaba pero no empezaba, con mi índice en alto...-
Celebración a la que casi 30 años después me llevó el visualizar esta maravillosa imagen del irrepetible Gombau a un gol de Maxi en el añorado Calvario, que sirvió para pulsar ese botón de la memoria que refresca las imágenes del que os hablaba, y que me transporta cada vez que la miro a la misma pose, a las mismas miradas a un balón sutil que aquella mañana en el cemento de Salesianos; donde por primera y última vez en mi vida hice con un balón en los pies, lo que tantas veces sólo había soñado.
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